5 mar 2012

Decrecimiento: Menos para vivir mejor

Luis González Reyes Fuente: decrecimiento.info

¿Saldrías esprintando si tienes que recorrer 20 km? No porque la velocidad te dejaría sin resuello. ¿Qué pasó con la gallina de los huevos de oro? El ansia de acumulación mató a la gallina, y al futuro. Esto es lo que le está pasando a nuestro planeta.
Vivimos a una velocidad por encima de lo sostenible. Una velocidad de apropiación de recursos y de generación de residuos superior de las capacidades del entorno.Así, el cambio climático es debido a que estamos generando gases de efecto invernadero (residuos) por encima de la capacidad de ser asumidos por parte de la atmósfera (sumidero). El agotamiento del petróleo (recurso) se debe a que estamos consumiéndolo por encima de su tasa de renovación. Podemos hacer un repaso por los problemas ambientales enmarcándolos en estas dos categorías: excesiva velocidad de consumo de recursos o excesiva velocidad de producción de residuos.
Podemos discutir si el pico del petróleo lo estamos atravesando ya, o lo haremos en los próximos 10 o 20 años. También podemos enredarnos en una discusión eterna sobre si, con la tendencia actual, será en 15 o 25 años cuando atravesaremos los 2ºC de incremento de temperatura, esa cifra a partir de la cual la probabilidad de que el calentamiento global se dispare es alta.
Lo que no es discutible es que, si seguimos así, vamos a agotar el petróleo (como ejemplo de los recursos) y vamos a producir un cambio climático geológico (como paradigma de la saturación de sumideros). Es decir, que podemos discutir si vamos rapidísimo o extremadamente rápido, no que vamos demasiado deprisa. Así que, o frenamos o nos estampamos. Y frenar es de lo poco que tenemos que hacer con celeridad.
Desde los centros de poder se nos dice que, en realidad, estamos desmaterializando la economía, que cada vez somos capaces de crecer con menores cantidades de materia y energía. En realidad la actividad industrial ha crecido en los últimos veinte años un 17% en Europa y un 35% en Estados Unidos, mientras se incrementaba de forma espectacular en China y la India. La producción mundial se está duplicando cada 25-30 años. En resumen, el Requerimiento Total de Materiales de la economía planetaria no para de crecer y, con él, los impactos.
La solución es obvia: consumamos recursos y produzcamos residuos a los ritmos asumibles por la naturaleza. Pero, ¿por qué avanzamos en la dirección contraria cuando esto es innegable?
Vivimos en un sistema, el capitalista, que funciona con una única premisa: maximizar el beneficio individual en el menor tiempo. Uno de sus corolarios inevitables es que el consumo de recursos y la producción de residuos no puede parar de crecer, formando una curva exponencial.
Veámoslo con un ejemplo. Partimos del Banco Central Europeo (BCE) que presta dinero a los bancos privados a un tipo de interés. Pongamos que el Santander toma unos millones de euros del BCE. Obviamente no lo hace para guardarlos, sino para conseguir un beneficio con ello. Por ejemplo, se los presta, a un tipo de interés mayor claro está, a Sacyr-Vallehermoso. ¿Para qué le pide la constructora el dinero al banco? Por ejemplo para comprar el 20% de Repsol-YPF. Sacyr espera recuperar su inversión en Repsol con creces, vía la revalorización de las acciones de la petrolera y/o el reparto de beneficios. Ambas cosas pasan por un incremento continuado de los beneficios de Repsol.
Es decir, que para que Sacyr rentabilice su inversión y le devuelva el préstamo al Santander y este a su vez al BCE, Repsol no puede parar de crecer. Si no hay crecimiento la espiral de créditos se derrumba y el sistema se viene abajo. El crecimiento no es una consecuencia posible de este sistema, es una condición indispensable para que funcione. Es como si dejas de pedalear en una bicicleta, que te caes. Si la economía capitalista deja de crecer se colapsa. Por eso nos insiste tanto el G-20 en la necesidad de recuperar la senda del crecimiento. Por eso nos machaca el Gobierno con que consumamos más.
¿Y cómo crece Repsol? Pues ya lo sabemos: vendiendo más gasolina (a través de costas campañas de publicidad), recortando los costes salariales (como en YPF tras su compra), extrayendo más petróleo incluso de Parques Nacionales (como el Yasuní en Ecuador) o de reservas indígenas (como las guaranís en Bolivia), bajando las condiciones de seguridad (como en la refinería de Puertollano), subcontratando los servicios (como en el transporte de crudo), apoyando a dictaduras (como en Guinea)…
No es que haya una mente maquiavélica que diga: voy a ventilarme el planeta y a sus habitantes (aunque sí que hay quienes estén por la labor a la vista de como va el mundo). Es una simple cuestión de reglas de juego: o te atienes a maximizar tus beneficios o te quedas fuera. Quedarse fuera es que tu empresa sea absorbida o pierda su mercado. Atenerse a las reglas significa que lo único que importa son las cuentas a final de año y, sólo bajo presión socioambiental, el entorno o las condiciones laborales.
Pero el problema va más allá de los impactos ambientales y sus implicaciones sociales. Indudablemente, hablar de lo que supone la velocidad del capitalismo, implica nombrar a quienes esta dinámica expulsa y explota. Vivimos en un mundo en el que hay 100 manzanas para 100 personas y 20 (que casualidad, la mayoría hombres) se quedan con 86. El sistema no sólo produce acumulación, sino que necesita esa acumulación. Vamos, que tenemos un problema de sobrevelocidad, pero también de inequidad. Tenemos una tarta en la que nos tenemos que preocupar del reparto justo y también del tamaño, ya que no puede ser demasiado grande.
Atajar el problema de sobrevelocidad que tenemos pasa por abandonar la obsesión intrínseca de este sistema por el crecimiento. Pasa por el decrecimiento de quienes ya hemos crecido demasiado. Significa que en las sociedades sobredesarrolladas tendremos que recortar drásticamente nuestro consumo de recursos y producción de basuras hasta acoplarlos a la capacidad de producción y reciclaje de la naturaleza. El decrecimiento tiene como principal virtud señalar la superación de la obsesión por el crecimiento como uno de los elementos básicos en la transición hacia la sostenibilidad.
¿En qué tendríamos que decrecer? Por supuesto en la producción y el consumo, pero también en la velocidad de vida que tenemos como sociedad, en las distancias que recorremos y hacemos recorrer a los productos, en la complejidad de nuestra tecnología (para la sostenibilidad tenemos que hacer las cosas más sencillas, por lo menos la mayoría de ellas), en las agrupaciones sociales (la democracia requiere sociedades más pequeñas) o en las horas de trabajo productivo (que no en las de cuidados). Además, el decrecimiento implica un cambio de paradigma mental: el decrecimiento no es un término negativo, sino positivo.
Pero no en todo se tiene que decrecer ni de igual forma. Hay que centrar los recursos colectivos en decrecer en el consumo de energías fósiles, creciendo en el de renovables (hasta un punto); o decrecer en la producción de materiales sintéticos, sustituyendo los imprescindibles por naturales.
Todo ello entendiendo que el aumento de la eficiencia y la apuesta por los productos 100% reciclables es importante, pero no suficiente. El parque automovilístico actual es mucho más eficiente que el de hace 30 años pero… contamina más (hay más coches que recorren más kilómetros); y una granja de cerdos puede producir deshechos 100% reciclables pero… a una velocidad inasumible por los ecosistemas. Así que: más eficiencia, cierre de ciclos de la materia, energía solar pero… con decrecimiento.
Sólo así las personas que viven en la miseria podrán aumentar sus niveles de consumo de recursos y de generación de residuos para alcanzar los mínimos para tener una vida digna. Sólo así dejaremos sitio en este planeta al resto de especies.
Es decir, la propuesta del decrecimiento no implica que todo el mundo decrezca ni que decrezcamos en cualquier cosa, sino que el decrecimiento busca la equidad en la austeridad. Es comprender que vivir mejor es vivir con menos. El decrecimiento no es un objetivo, es un medio hasta alcanzar parámetros de sostenibilidad.
Pero es una propuesta muy difícil de asumir al romper las reglas de juego capitalistas e ir contra quienes detentan el poder. Por ello, decrecer es un camino que pasa porque cada vez más espacios y tiempos de nuestra vida no se rijan por la ley del máximo beneficio, sino de la cooperación; porque nuestro modelo sean las relaciones familiares, basadas en los cuidados, y no las empresariales.
Sin embargo el decrecimiento es algo inevitable, o decrecemos por las buenas o lo haremos por las otras, ya que los límites de recursos y sumideros del planeta los tenemos ya encima, y la física es tozuda.
Decrecer a la fuerza significa poner las bases para la aparición de alguna forma de ecofascismo en el que unos pocos acaparen y controlen unos recursos y sumideros crecientemente escasos por medio de la fuerza. Si analizamos la situación internacional parece que esta vía está ya en marcha.
Decrecer con criterios colectivos implica poner a trabajar a la economía hacia su reconversión en una economía local, lenta, solar y de ciclos cerrados. Significa ponerla a trabajar para satisfacer las necesidades humanas, las reales, no las creadas. Significa avanzar hacia la equidad con solidaridad. Este camino también está ya en marcha, tal vez con más fuerza de la que nos parece.

Bibliografía recomendada: En defensa del decrecimiento. Carlos Taibo. 2009. Catarata.
La apuesta por el decrecimiento. Serge Latouche. 2008 Icaria. Decrecimiento Sostenible. Ecología Política. Nº 35. 200